viernes, 25 de junio de 2010

Peripecias de los entrenadores

Si en este Mundial el chivo expiatorio favorito de los arqueros ha sido la Jabulani, el de los seguidores ya no es el árbitro, sino el director técnico. Con ocurrencias arcanas, contraintuitivas y a veces insostenibles, el también llamado míster parece obsesionado con sorprender a la fanaticada –en parte para justificar su sueldo millonario, en parte para hacernos creer que él ve más– mediante decisiones que festejan sobre todo los equipos rivales. Se dice que en Montevideo, cuando vieron que México saltaría a la cancha para el partido decisivo con el Guishe Franco como presunto ariete, las calles se llenaron de candombe y serpentinas, y también se ha escuchado a los muchos detractores de Italia corear el nombre de Camoranesi en los estadios, convencidos de que la vieja gloria del Cruz Azul conseguiría transmitirle a los Azzurri la maldición de la inoperancia y el lento semirritmo.


Ya desde las listas de convocados la ira se estaba desbordando en dirección de los banquillos. Siguiendo el ejemplo del Mundial de Italia 90, cuando en el duelo Argentina-Brasil de octavos de final el aguador de la albiceleste disolvió un Royphnol en las botellas que beberían los amazónicos para sedarlos, una vez que se supo que Dunga no llevaría a Ronaldinho a Sudáfrica se desató una fiebre nacional para intoxicar al timonel, no con narcóticos sino con cicuta. Y antes de que Francia se hundiera ignominiosamente en el grupo A de la mano de Domenech, ya había en París el proyecto de transformar el Obelisco en una vuvuzela gigante para empalarlo tan pronto regresara.


Aunque Maradona viajó a la cita mundialista con la etiqueta de ser la piedra en los botines del tercer campeonato argentino, hasta ahora han sido Domenech, Marcelo Lippi y el Vasco Aguirre los técnicos que han destacado por su terquedad y sus metidas de pata. México, es cierto, a diferencia del campeón y subcampeón del mundo avanzó a la segunda fase, pero habría que decir que la hazaña la consiguió en buena medida a pesar de Aguirre, y más bien gracias a que la mala estrella del técnico de los Bleus era aún más nefasta que la suya. Lippi, por su parte, es obvio que dejó la cabeza en el pasado y nunca la volvió a encontrar. No sólo creyó que el 2006 podría durar para siempre y Cannavaro no se convertiría en una momia disfrazada de capitán; también supuso que 1982 era algo así como el sello de agua de todos los mundiales y bastaría jugar sólo los últimos diez minutos de la primera fase para avanzar a tropezones con tres empates sudados. La mala suerte hizo además que a la maquinaria normalmente bien aceitada de los tetracampeones le faltara un eje importantísimo —Andrea Pirlo—, y sufriendo como siempre sucedió lo que casi nunca: que Italia hiciera las maletas tras el tercer desafío.


Es verdad que nos gustan tanto los chivos expiatorios que, si pudiéramos, los ordeñaríamos para más tarde triturarlos a través de los medios. Y también es verdad que quienes se desempeñan en el rectángulo de césped son los futbolistas y hacia ellos deberíamos dirigir la mirada y las críticas. Pero en el armado de una selección el técnico tiene mucha tela de donde cortar, las piezas del rompecabezas las decide él, y está claro que la desgracia de un equipo se escribe desde la convocatoria. Lippi, que siempre ha jugado a ver más, no sólo marginó a los ya veteranos pero muy peligrosos Totti, Del Piero y Toni, y a los delanteros que todos los tifosi pedían: Cassano, Balotelli y Borriello, sino que confió en la Vecchia Signora del Calcio —la Juventus—, como columna vertebral de una Italia lerda y decepcionante. Buffon, Cannavaro, Chiellini, Marchisio, Camoranesi, Pepe, Iaquinta… ¡todos de la Juve!, y no hay que olvidar que en su liga local ese equipo se quedó en un deslumbrante séptimo sitio y que su defensa, encabezada por los tres primeros arriba mencionados, recibió 56 goles, demasiadas para cualquier equipo de primera división y un auténtico escándalo para la mística italiana.




Así como Lippi dejó todo en manos de los inoperantes jugadores de la juve, (quienes se encargarían de hacer que Italia calificara con la inercia del pasado), Domenech y Aguirre, cada cual a su modo, también se aferran —se aferraron—al clavo ardiente del esoterismo y la cábala. Mientras que en el caso del timonel francés se antoja un gesto de desesperación consultar a las constelaciones para conjurar la ausencia de gol, qué decir cuando un entrenador sobrio pero imaginativo, como solía ser el Vasco, confía ciegamente en un oráculo de nombre Mario Carrillo, tan enigmático como el de Delfos pero tan dudoso como el de Walter Mercado. “El mejor jugador nunca debe permanecer en la cancha” o “El rival se intimida cuando alineas a un delantero en silla de ruedas” son el tipo de mensajes sibilinos que, mucho me temo, salieron de la boca del auxiliar técnico del tricolor durante la fase de grupos y dejaron a Aguirre con ese gesto incierto de galletita china.




No sabemos si el destino del Vasco, en caso de perder el domingo contra Argentina, será el empalamiento o la trituración mediática, pero todavía está a tiempo de sacudirse el estigma de genio incomprendido, que no es sino la variante optimista del chivo expiatorio. Si primero amordazara a Carrillo para no caer en la tentación de consultar sus consejos, y después, frente a una defensa lenta y un tanto improvisada como es la gaucha, mandara al ataque a los más veloces (a Guardado, Juárez, Chícharo, Giovani, Barrera, con la opción de cambio de Vela y El venado Medina), es muy probable que entonces, aun con el descalabro, pueda volver a casa en calidad de héroe trágico.

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