
Ya desde las listas de convocados la ira se estaba desbordando en dirección de los banquillos. Siguiendo el ejemplo del Mundial de Italia 90, cuando en el duelo Argentina-Brasil de octavos de final el aguador de la albiceleste disolvió un Royphnol en las botellas que beberían los amazónicos para sedarlos, una vez que se supo que Dunga no llevaría a Ronaldinho a Sudáfrica se desató una fiebre nacional para intoxicar al timonel, no con narcóticos sino con cicuta. Y antes de que Francia se hundiera ignominiosamente en el grupo A de la mano de Domenech, ya había en París el proyecto de transformar el Obelisco en una vuvuzela gigante para empalarlo tan pronto regresara.

Es verdad que nos gustan tanto los chivos expiatorios que, si pudiéramos, los ordeñaríamos para más tarde triturarlos a través de los medios. Y también es verdad que quienes se desempeñan en el rectángulo de césped son los futbolistas y hacia ellos deberíamos dirigir la mirada y las críticas. Pero en el armado de una selección el técnico tiene mucha tela de donde cortar, las piezas del rompecabezas las decide él, y está claro que la desgracia de un equipo se escribe desde la convocatoria. Lippi, que siempre ha jugado a ver más, no sólo marginó a los ya veteranos pero muy peligrosos Totti, Del Piero y Toni, y a los delanteros que todos los tifosi pedían: Cassano, Balotelli y Borriello, sino que confió en la Vecchia Signora del Calcio —la Juventus—, como columna vertebral de una Italia lerda y decepcionante. Buffon, Cannavaro, Chiellini, Marchisio, Camoranesi, Pepe, Iaquinta… ¡todos de la Juve!, y no hay que olvidar que en su liga local ese equipo se quedó en un deslumbrante séptimo sitio y que su defensa, encabezada por los tres primeros arriba mencionados, recibió 56 goles, demasiadas para cualquier equipo de primera división y un auténtico escándalo para la mística italiana.
Así como Lippi dejó todo en manos de los inoperantes jugadores de la juve, (quienes se encargarían de hacer que Italia calificara con la inercia del pasado), Domenech y Aguirre, cada cual a su modo, también se aferran —se aferraron—al clavo ardiente del esoterismo y la cábala. Mientras que en el caso del timonel francés se antoja un gesto de desesperación consultar a las constelaciones para conjurar la ausencia de gol, qué decir cuando un entrenador sobrio pero imaginativo, como solía ser el Vasco, confía ciegamente en un oráculo de nombre Mario Carrillo, tan enigmático como el de Delfos pero tan dudoso como el de Walter Mercado. “El mejor jugador nunca debe permanecer en la cancha” o “El rival se intimida cuando alineas a un delantero en silla de ruedas” son el tipo de mensajes sibilinos que, mucho me temo, salieron de la boca del auxiliar técnico del tricolor durante la fase de grupos y dejaron a Aguirre con ese gesto incierto de galletita china.
No sabemos si el destino del Vasco, en caso de perder el domingo contra Argentina, será el
empalamiento o la trituración mediática, pero todavía está a tiempo de sacudirse el estigma de genio incomprendido, que no es sino la variante optimista del chivo expiatorio. Si primero amordazara a Carrillo para no caer en la tentación de consultar sus consejos, y después, frente a una defensa lenta y un tanto improvisada como es la gaucha, mandara al ataque a los más veloces (a Guardado, Juárez, Chícharo, Giovani, Barrera, con la opción de cambio de Vela y El venado Medina), es muy probable que entonces, aun con el descalabro, pueda volver a casa en calidad de héroe trágico.

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