jueves, 28 de mayo de 2009

El trebol Catalán

Hace mucho tiempo, luego de que Europa buscara su reconstrucción espiritual, después de la Segunda Guerra, los italianos levantaron en la capital romana un coso de esplendor deportivo: el Estadio Olímpico. Si bien es cierto que su antecedente habría que hallarlo en el Estadio de los Cipreses, un elemento más de esa estrucutura de poder político exhibido para la Gloria del Duce, llamado Foro Mussolini, el Olímpico abriría sus puertas hasta 1953, en un partido de futbol entre las selecciones de Italia y Hungría, aquella mole de futbol brillante y letal comandada por Ferenc Puskas y su séquito.

En el Olímpico juegan los clubes con las aficiones más radicales: La Lasio y La Roma. El clásico tiene una repercusión de gesta que se prolonga en las tribunas, la plaza pública, los callejones. Ha habido sangre y un desprecio intransigente de un enemigo al otro. En el clásico la afición encendida se convierte en una misma vena cava, en un cántico múltiple que se desborda hasta abndonar el graderío y habilitar el futbol duro, rocoso, táctico y a veces mézquino de los clubes de la capital. Mientras para unos el futbol es una fiesta de comunión fraternal, para otros es una manera de entender los mecanismos de un odio antiguo.

Sin embargo no siempre el futbol es asi. También permite el asomo de un paisaje donde la tribu sacraliza con justicia un deporte noble, un deporte de afectos, de emociones encaminadas a disolver los arrebatos de los medios de comunicación, sólo para organizar su misa propia, ese ritual del grito, del salto impensado, de la voz que pretende darle impuslo a sus hombres a muchos, muchísimo kilómetros de distancia. Los especialistas de futbol son así. Impresionan pero también son impresionables. Se bañan con la misma agua que beben. La final de la Champions desplegó un portentoso menosprecio al Barcelona. Sólo el excelente Columnista Ivar Matusevich (http://www.goal.com/) dijo, hacia finales del año pasado, que el Barcelona iba a ganar todo lo que enfrentara. Después, para casi todos pasó desapercibido el futbol brillante que el equipo culé estaba desarrollando en La Liga, mientras se impresionaban con la efectividad de un equipo que parecía invencible como el Manchester United.

Lo de hoy fue muy similar a lo de España en la Eurocopa, cuando le tocó enfrentar a una selección Rusa que lucía aceitada en todas sus zonas del campo. Un Barcelona con una movilidad impensada para los especialistas, que han olvidado muy pronto el baño de futbol que este cuadro le dio al Madrid no hace mucho, al Bayern y al Lyon dentro de la fase final de las misma Champions.

Hoy mismo decía que Messi era más que Cristiano Ronaldo en el esquema de su equipo. Y el partido me dio la razón. Sin ser espectacular (de hecho el partido no lo fue) la Pulga demostró su nivel de disposicion táctica, su sacrificio y su capacidad para retener y darle circulación a la pelota en el frente. Carles Puyol, un catalán que parece cantante de rock, ofreció el partido de su vida al lograr eso que parecía imposible: pintarle la cara a Cristiano no una sino varias veces. Iniesta no parecía venir de una lesión mientras Samuel Etoo parecía encantador de felinos, primero por la banda, después en el centro.

No me sorprendió el Barcelona. Me sorprendió saber que los medios ofrecieron un abanico muy pobre de posibilidades críticas. Me soprendió saber que un comentarista tan confiable como Biscayar le haya dado muy pocas posibilidades a un equipo que anotó más de 100 goles en la liga. Me soprendió saber el increíble grado de pusalinimidad que le otorgaban a un club que juega mejor que todos.Barcelona es un justo campeón que le tapó la boca a muchos, a la gran mayoría.

jueves, 7 de mayo de 2009

En un lugar de la Mancha…

Hace año y medio, cuando el Barcelona pugnaba por asomar la cara, luego del esplendor de dos títulos de liga y una Champions, Rijkaard no encontraba acomodo para un jugador salido de la cantera, con una inusitada movilidad para correr entre piernas con el balón cocido a la bota. Iniesta ya había probado las mieles de la titularidad momentánea (eran los días en que Ronaldinho apostaba por su nube de confort) y había respondido con creces a la confianza del holandés. En algún post señalé la pertinencia de que Frank Rijkaard, y ante el ninguneo del Dinho a sus propias cualidades futbolísticas, le diera esa posición al machego Iniesta, un jugador identificado a plenitud con la playera blaugrana -debutado muy joven por Vaan Gal- y con una incontrovertible cualidad para escuchar y atender con pacencia las instrucciones del táctico en turno. Apenas mide 1,70 pero su persnalidad en la cancha lo hacen parecer más alto. Forma, junto con Xavi Hernández, Xabi Alonso, Cesc Fábregas y Marco Senna, la media cancha más poderosa del mundo a nivel selección, y con el primero, el medio campo más flexible, dinámico y preciso a nivel clubes en toda Europa.

Es indiscutible que los reflectores buscan más la sonrisa de Messi , la mirada abisal de Alves o el andar de bailarín de Henry. Sin embargo, el manchego nunca ha decaído en su vocacion por convertir su zona del campo en una carta de presentación irrevatible. Su portentosa sencillez es antípoda del protagonismo mediático que portaba Ronaldinho con sólo sonreirle a la cámara. Es un jugador en el que siempre he confiado como espectador y nunca he sentido que me defraude. Venció su nerviosismo en la Euro, maniestándose plenamente junto a Xavi, su compañero y socio en el Barça. Él y todo el equipo remaron contracorriente de una táctica mezquina de un Chelsea que parecía más bien comandado por el inefable y estentoreo José Mourinho. No, el triunfo del Barcelona fue justo: venció el futbol esencial, el futbol que se borda con paciente armonía colectiva, frente a un cuadro que esperaba el yerro, que apostaba al pelotazo, que pugnaba por el indisctible potencial físico de sus delanteros (dirán que hubo cuatro penales cuando en realidad el arbitro sólo debía sancionar uno, el de Piqué; sin contar la absurda expulsion de Abidal). Lo que hizo Andrecito Iniesta fue un acto de justicia que se merecían los catalanes y, sobre todo, se merecía él.