Cuando jugaba en el Barcelona, ver a Ronaldinho era el libre acceso a un jardín blindado por su sonrisa inacabable, su toque finísimo y una velocidad acompañada de vaivén y zamba. Muchos goles consignaron el momento al rojo vivo del brasileño. El club se mantuvo en los primeros sitios desplegando un fútbol de bordado artesanal, y alcanzando níveles de popularidad inusitada en el mundo gracias, en parte, a las elaboradas trensas y el vértigo del Dinho. Al mismo tiempo, los Culés lanzaban al mundo a Lionel Messi, antípoda del brasileño, creando un extraordinario contrapunto entre la cadencia, el cambio de ritmo y la inspiración milimétrica, y la velocidad larga, el latigazo y el músculo mental. Sin embargo algo pasó. El brasileño perdió el rumbo entre las lesiones, la displiscencia y todo lo que pudiera aportar el campo de su vida doméstica en su vida deportiva. Perdió terreno y no quiso saber nada de un club que se convirtió muy pronto en su laberinto cretense.
Sin embargo, llegó a otro club histórico, acostumbrado al reciclaje inteligente de talentos, proclive a coordinar la veteranía con la nueva sangre. Ronaldinho llega al Milán de Carletto Ancelotti con 28 años y una presumible madurez futbolística. Su apego al mundanal ruido de una ciudad que combina lo mismo el Bel Canto que la acelerada vida nocturna puede templar su carácter. El domingo, cuando jugaron contra su archienemigo el Inter, el Divo de Porto Alegre, con un potencial físico lejano de ser el más óptimo, se reinventó. Creó un gol que entre él y Kaká se convirtió en una maravillosa pieza artística de gran formato.
Ojalá el Dinho se crezca al castigo de su propia voluntad rebelde, y llevé lejos un equipo acostumbrado a levantar trofeos como vasos de agua. La combinación de jugadores como Kaká, Pato, Sheva o el Dinho, promete una campaña inmejorable para los rossoneros.
Daesu
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