viernes, 1 de junio de 2007

La altura en el banquillo de los colonizados

Inexistente lectores sacrificadamente transcribo para ustedes un texto sociológico que aborda el tema de la altura. Se trata del cochabambino Adolfo Mendoza Leigue. Proviene del libro de compilaciones de textos futboleros Peligro de Gol, pese a su extensión hecha luces y también confunde. A ratos pierde creatividad y ahonda en nudos retóricos críticos-sociológicos; nudos a los que el autor parece temerles ya que no se atreve a desatarlos y nos ofrece a cambio un denso parafraseo teórico. De todos modos, me pareció super interesante y pertinente para leerlo en estos días donde nos quieren obligar a combatir el sorojchi. Aquí va...

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La altura en el banquillo de los colonizados
El formulario contenía una pregunta: ¿el postulante tendrá problemas para adaptarse a la altura de 2.250 msnm de la ciudad de México? El médico miró detenidamente al ciudadano de las alturas andinas. Estaba tentado de escribir en el certificado “tendrá problemas”. Con cierto brote de nacionalismo salpicándole el rostro, el médico dibujó una sonrisa y completó su idea preguntando: ¿tendrá usted problemas para adaptarse en una ciudad con sólo dos mil doscientos cincuenta metros sobre el nivel del mar? Un silencio cómplice se apoderó del ambiente.
La cartografía tradicional se desmoronó al comparar dos ciudades de altura, y en el aire flotó el ser suramexicano como algo mucho más próximo al mundo bolivariano, con más conexiones de las que habitualmente estamos acostumbrados. Y como no podía ser de otra manera, entre risas, se empezó a hablar de fútbol. Ya en su casa, el ciudadano intenta tejer algunas hipótesis. Los textos están desparramados sobre la mesa y la TVhabla por sí misma de la altura. Sus ojos se cierran adormecidos por la discusión que tiene lugar en el programa de televisión. Las últimas palabras que escucha antes de que estalle en su cabeza un murmullo ensordecedor son: “Es inhumano jugar en la altura”, “elegir una sede para las eliminatorias es un acto de soberanía nacional”, “la altura…”. Murmullos y más murmullos.
El escenario colonial abre sus puertas. Poblaciones enteras trasladadas a punta de látigo desde África, aventureros holandeses, migrantes italianos, súbditos de la corona inglesa, soldados y barbas (barras) bravas de Castilla, Aragón y Portugal, luteranos alemanes y franceses, misioneros y reducidos nahuas, aztecas, guaraníes, mapuches, aymaras y quechuas. Todos ellos se entrecruzan en las graderías de la historia. Unos pintados de blanco, cobrizo o negro. Otros que combinando trazos se asemejan a tierra húmeda, arena candente o ribera de río. Los grupos llenan poco a poco los espacios vacíos conformando un mosaico inmenso, movedizo, que parece dibujar las letras que designan sus sentidos de pertenencia, sus posiciones en el campo de juego, en las graderías y en la pantalla televisiva observadas por otras multitudes presentes –“identidades nacionales”, “identidades étnicas”, “identidades regionales”– que en el escenario colonial ayudan disputar el tema de la altura.
Física de las diferencias sociales
Todos cargamos sobre las espaldas estigmas y estigmatizaciones que impregnan nuestros actos de rasgos comunes. Como la carga suele pesar, transferimos nuestras distinciones grupales a la lógica de los cuerpos y, maquillándonos los rostros, ejercitando nuestra expresión corporal, actuamos en el espectáculo de la vida. Para obtener un lugar en ese espectáculo inventamos tradiciones, nos apropiamos del trabajo generacional previo, y así como somos dibujados dibujamos mapas de ubicación precisa del mundo social. Pero eso no garantiza el actuar por siempre. Entonces, para mantener nuestra posición en el espectáculo, las invenciones nos ayudan a naturalizar las diferencias. Ninguna construcción identitaria escapa de los esencialismos, que en sus extremos sitúan a la pureza de la existencia propia como el lugar desde el que se mira al otro, a partir del cual es posible otorgar al otro un reconocimiento. En la práctica, ese reconocimiento opera bajo sistemas de clasificación tributarios de cierto orden social. Uno de esos sistemas de clasificación es la determinación geográfica de la identidad grupal. De tal modo transita ese sentido común por la historia del mundo, que los prejuicios de la identificación física son la celebración de la creencia en que las montañas nevadas petrifican la existencia humana o que los bosques tropicales permiten transpirar sensualidad.
En torno a ese sistema de creencias compartidas late sin pausa el darwinismo social, bombeando los indicios raciales de la comprensión de la altura. La raza como modelo de clasificación, siempre presente en la práctica, asume alter/nativa/ mente un rostro político al designar las diferencias regionales, y un perfil culturalista al ensalzar lo étnico. Rostro o perfil, ambas opciones son la cara culta de la transformación en diferencias físicas de lo que en realidad son diferencias sociales. La fisicalización de las diferencias camina a la par de las posturas sobre la altura. Por eso, la creencia común enseña que jugar en México D.F., Bogotá, Quito, A r equipa, La Paz o Calama, por selección natural más que por lugares de práctica de selecciones nacionales de fútbol, es jugar inevitablemente con todas las ventajas -o desventajas, según el caso- que otorgan las leyes biológicas. Pero también el sentido común indica que jugar en las zonas más altas, donde la barbarie abunda y la civilización escasea, es forzar la resistencia humana. Cómo no recordar relatos sobre la interpelación racista a partir del absurdo geográfico y la culpabilidad andina en Bolivia hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX; cómo no encontrar en la física de las diferencias sociales la presencia de los prejuicios raciales.
Vetar la altura es rechazar con co/razón racista lo humano que contiene, y defender la altura es afirmar la fisicalización de las diferencias. Armarse de argumentos sobre los peligros de la altura es afirmar el fatalismo geográfico, y oponerse al veto es rechazar la posibilidad de comprenderse más allá del absurdo geográfico. Por ambas vías se alimenta la física de las diferencias sociales naturalizadas. Por esos senderos continúa abriéndose paso el prejuicio racial. Y todos hacen fila para obtener un lugar en el escenario colonial.
En torno al murmullo colonial
La mayoría de los defensores del veto “a la altura” pertenecen a formaciones sociales en las que la población indígena no es significativa en términos cuantitativos. En Uruguay, Brasil y A rgentina, el temor a la altura parece impregnarse de dubitaciones frente a lo desconocido, a lo negado y rechazado por la historia de distinción de sus Estados nacionales, que va de la mano sin mucho esfuerzo de la propia construcción colonial latinoamericana. En tanto no conocido y no reconocido, lo desconocido en sus recientes experiencias nacionales es la intimidad con lo indígena. A u nque se coquetee con la perorata de la diversidad, se hace una gambeta a lo indígena, intentando dejar fuera de juego los malos recuerdos del genocidio y, al mismo tiempo, aproximándose sin paciencia a los beneficios raciales que por siglos fueron de exclusividad europea. Así, sus proyecciones identitarias no se agotan en las asimetrías internas, que en el caso argentino polarizan la construcción simbólica de la nación entre el país porteño y las provincias no por nada unidas al Río de la Plata, y que en el caso brasileño despedazan los sentimientos amazónicos, la samba afroamericana y un clásico colonial y republicano: el bandeirante. Y no se agotan en lo interno porque las proyecciones identitarias, representadas por quienes intentan orquestar la prohibición de jugar en la altura, están marcadas por la búsqueda de reconocimiento como países modernos, dominantes en la región y practicantes activos de la ideología de la globalización. Quién sabe si la arremetida contra la altura sea uno de los ecos de las esperanzas puestas en el Mercosur frente a la paulatina debilidad del Pacto Andino.
Afirmarlo puede ser exagerar los términos, pero acordemos que toda empresa económica siempre va de la mano de una política cultural. Arremeter contra la altura es como decir “allí no se puede jugar” y, en efecto, la centenaria persistencia de los mercados andinos brinda variados ejemplos en los que las apuestas modernizantes sucumbieron frente a las tildadas de tradicionales. Sea como fuere, el fútbol parece aportar varios ejemplos de la disposición modernizante del Mercosur deportivo. Se “exporta” a otros continentes, en especial a Europa, jugadores que ganan fama: auténticas maquinarias productoras de plusvalor identitario, ampliando el capital simbólico de los Estados nación y que, de yapa, fortalecen la comunión latinoamericana. Y esta comunión no requiere de la altura. El temor a lo desconocido, a lo que no se desea reconocer, es también ausencia de la idea de la altura en la lógica de la ampliación del capital simbólico.
Por eso, jugar en la altura es inhumano. No corresponde a la idea de humanidad en juego. Lo humano es exportar, es buscar reconocimiento como competidor válido en la economía mundial de bienes simbólicos. Lo humano es una empresa civilizatoria, es reproducción simbólica del genocidio. Y el fútbol su encarnación, o por lo menos la obra evangelizadora. La gente que se aferra a la deidad de la altura no merece gozar de la salvación. Cuando se menciona el veto a la altura, es la colonia la que habla. Lo colonial, uno de los horizontes históricos constitutivos de sistemas de clasificación que circulan por las calles del rostro sudamericano del Atlántico, enseña su presencia en cada transmisión de partidos de fútbol en los que participan equipos y selecciones del mundo andino, en cada declaración de entrenadores y jugadores antes y después de los eventos.
El equipo “altiplánico”, esa especie de identidad imputada también constitutiva de la identidad boliviana, es una extensión de la definición colonial de configuraciones territoriales inmersas en la economía de la plata, que posteriormente dio nacimiento a la tormentosa Charcas y que luego, conocida como Bolivia, fue simbólicamente mutilada en sus verdes extensiones amazónicas desde dentro y fuera por el coro del colonialismo interno sudamericano. Todos le cantaron, para bien o para mal, al país minero. Ese canto es el que imprime a la altura un significado particular, oculto tras bambalinas, respirando historia y transpirando política cultural, traduciendo en palabras los alcances de nuestra práctica colonial y colonizada. Pero ese canto no termina ahí.
El acompañante ideal de esta construcción colonial de la altura es otro referente identitario que marca el contrapunteo a la arremetida atlántica: el andino centrismo. Encaramado en el área grande de la altura, lo que recuerda la disposición defensiva de más de uno de los equipos del Ecuador y Bolivia, el andino centrismo reproduce la lógica a la cual supuestamente enfrenta.
Parece evidente que las características poblacionales y la posición de esta región en la economía colonial son fragmentos de condiciones objetivas de organiza ción del mundo social primero en relación con España, luego en vínculo con Gran Bretaña, y finalmente bajo la dirección técnica de EE.UU. Ese mundo social es el que permitió –y permite– la aparición de lo andino como sistema de clasificación. Pero al mismo tiempo, lo andino contribuye a organizar el mundo social colonial: da curso a la existencia del otro metropolitano. Aferrarse a la identidad andina es otra manera de esencializar la construcción colonial, y si uno de sus emblemas en el fútbol es la altura, ya no importa hablar sobre ella como sinónimo de tantos metros sobre el nivel del mar.
Interesa elaborar un discurso sobre la altura para encontrar un lugar privilegiado en el banquillo de los colonizados.
Quienes defienden el derecho a jugar en la altura entonan pues el mismo estribillo colonial, aunque con diferente ritmo. Esa, en parte, es la famosa idea de la diversidad andina.
Conjeturas sobre identidades nacionales en juego
Los olores coloniales de la altura impregnan de conflictividad al campo de luchas identitarias. Con ellos, la sazón de cada comunidad imaginada es una mezcla exquisita de los sabores del poder. En los casos boliviano y ecuatoriano, el condimento ‘altura’de la identidad nacional marca la diferencia entre lo andino y lo amazónico, entre la sierra y la costa. Adicionalmente, la aceptación de la altura como emblema identitario nacional oculta los bajos instintos del centralismo, que legitima mediante esa vía, con el fútbol y a pesar de él, los beneficios económicos de ser sede de eliminatorias al Mundial y, sobre todo, la importancia simbólica de las capitales políticas de cada país. No es casual que en el tema de la altura se movilicen, demandando respeto a la soberanía nacional, periodistas de redes televisivas cuyo centro de operaciones es la sede de gobierno y dirigentes deportivos que gozan de las atenciones kafkianas de la burocracia estatal, y que junto con altos personeros gubernamentales constituyen la auténtica autoridad política del fútbol. Los cronistas deportivos merecen especial atención.
El sostenimiento de las diferencias sociales se dibuja en sus rostros, se torna corporal. Gestos, tonos de voz, entonaciones, se transmiten punto a punto por la pantalla de televisión, irradiando la imagen de portadores de la opinión pública. Son ellos los que informan sobre los avances en la negociación de la altura, sus principales especuladores en la bolsa de valores del fútbol, reproduciendo con eficiencia una economía de los bienes simbólicos de la mano con la comercialización de las prácticas deportivas.
En general, si aceptamos que el fútbol se transforma en un gran espectáculo
televisivo, la especulación identitaria de la altura en TV alimenta su producción como mercancía-signo. Resulta pues tentador afirmar que ya no se puede negar que la televisión es un eficaz medio de conservación del orden simbólico. Sin embargo, la grandeza de ese espectáculo oculta otro campo de juego. Mientras las cámaras le roban el alma a los partidos de fútbol en los llamados “principales escenarios de juego”, en los rincones no consagrados de centros ur banos y de áreas rurales, especialmente los fines de semana y los días festivos, se continúa imprimiendo al deporte su carácter lúdico. El ritual del fútbol permite plasmar pactos cotidianos entre actores que se disputan el prestigio en el barrio o en la comunidad, entre equipos que trasladan al campo de juego el lugar de sus comunidades, sus “compadrazgos” y redes sociales, sus sistemas de alianza y oposición. Lo no dicho en estas prácticas, en realidad su sentido práctico, vigoriza el abigarrado tejido de lo nacional en lo local y, al mismo tiempo, la edificación imaginaria de lo nacional desde la heterogeneidad cultural. Los colores de los uniformes, producidos unos bajo la marca de la creación artesanal local y otros incorporados desde Taiwan por los complejos circuitos comerciales tildados de informales, recuerdan siempre a equipos nacionales y latinoamericanos emblemáticos. Esta construcción subalterna de identidades nacionales y regionales devela lo subterráneo de la conflictividad intercultural. Allí la altura no cuenta. Y sin embargo, luego de los partidos, en el segundo tiempo del ritual, jugado al ritmo del repique de las campanas de la libación y de la consagración culinaria, el fantasma de la altura emerge del sentimiento patrio.
Se sienta en la mesa y los sistemas de alianza y oposición se regeneran encontrando, tal vez, en –con– la altura el cierre ideal del tiempo festivo. Sin mucho esfuerzo podríamos encontrar distintas formas de manipulación de la altura. La más clara es la que resulta de la oposición de su construcción como efecto del centralismo y la concentración de poder frente a su elaboración como resultado local de la aprehensión de lo nacional. Pero la tarea de ver sus efectos sobre distintos jugadores sociales sobrevive a las oposiciones entre lo nacional estatal y lo nacional popular. El centralismo puede dar pie a evidenciar el tipo específico de nacionalismo en juego, que en el caso del Ecuador imprime a Quito un rol tan protagónico como el de La Paz en el caso boliviano. Sin embargo, por esta vía no avanzamos mucho, pues lo propio acontece con Buenos Aires en Argentina, Santiago de Chile, Lima en Perú, y así sucesivamente. Tal vez si concebimos a la altura como una creencia, las apuestas varíen. Estemos o no de acuerdo con el lugar de las capitales “nacionales”, en Bolivia o en el Ecuador el sentimiento que despierta la altura es el de ganador.
Paralelamente, oculta tras el tenue manto de la creencia, la desconfianza devela que jugar en otro lugar no cuaja con ese sentimiento ganador. Si toda alegría es un instante, y ese instante es una búsqueda continua de placer, el proceso de producción sentimental en el fútbol es el que alimenta la idea de la altura, encumbrándola como sentido preciso de identidad nacional. En la fiesta del fútbol, la altura resume la posibilidad de alegría y placer. Pero esto sólo es posible porque el acto festivo implica superposición de narraciones posibles de identidad. Esa superposición, sin embargo, contiene un orden en el cual creencias como la altura ayudan a sostener rechazos, aceptaciones, alianzas y oposiciones. Es decir, constituyen un punto neurálgico de la disposición de los sujetos en las luchas simbólicas. En buenas cuentas, la superposición de narraciones traduce el estado de la correlación de fuerzas entre actores sociales inmersos en el sistema festivo que explota, una y otra vez, con cada partido de fútbol. Por ejemplo, en la zona de los valles interandinos en Bolivia, cuando el onceno “migrante” (residentes bolivianos en Argentina) viste la camiseta de Boca, la identidad nacional se mezcla con la experiencia migratoria al extremo que esa experiencia parece revivir la tensión vivida entre el estigma de formar parte de un país andino y el estigma de ser parte de la “identidad bolita”. De modo que, en la conflictividad de las narraciones identitarias, la altura no implica abandono, sino tránsito por el campo de las luchas simbólicas en actitud nómada, garantizando la continuidad de identidades étnicas y regionales que en otros campos de batalla implicarían ruptura con la idea oficial de identidad nacional.
Des/cuento
La TV sigue encendida. El partido está por concluir. El murmullo ensordecedor era el coro que acompañaba el enfrentamiento entre las selecciones de Bolivia y Brasil en la ciudad de La Paz por las eliminatorias al Mundial. Confundidas con los spots publicitarios, las imágenes de racismo, colonialismo, nacionalismo y toda suerte de ‘ismos’todavía estaban presentes, sin que se sepa cuál es la frontera entre la ficción y realidad. Los brasileños eran derrotados -¿por primera vez?- en un partido por eliminatorias al mundial, poniendo nuevamente a la altura en el banquillo de los colonizados. El ciudadano concluye que la altura es una palabra trampa, pero ¿por qué despierta tanta pasión?

Adolfo Mendoza Leigue

Sociólogo, Universidad Mayor de San Simón (UMSS), y Maestro en Estudios Latinoamericanos, con mención en
Estudios Culturales, Universidad Andina Simón Bolívar (UASB). Investigador asociado del Centro de Estudios de
la Realidad Económica y Social (CERES), Cochabamba – Bolivia.

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