martes, 6 de julio de 2010

Asombroso lo de Uruguay


Casi otra hazaña de Uruguay en un partido muy raro, bastante difícil de explicar. Parece que esa es la especialidad de Holanda: después de la insólita victoria contra Brasil, hoy estuvo a punto de dejar ir una victoria que parecía fácil en los papeles (y que no lo fue de ningún modo) y otra victoria que parecía fácil en la cancha (cuando pudo terminar goleando y terminó colgada del travesaño).


Después de que todos o casi todos hayan sostenido que Holanda era potencialmente más que Uruguay, hoy dudo que esa afirmación sea cierta. Más bien diría que con Suárez y Lugano entre los titulares, Uruguay debería tener al menos las mismas posibilidades. Es un equipo constante y bien parado mientras que esta Holanda tiene una naturaleza ciclotímica y puede tanto caer en profundos pozos como salir de ellos cuando no se lo espera. Uruguay es igual a sí mismo desde el primer partido y Holanda es un misterio después de seis encuentros.



De entrada, creo que Holanda lo subestimó un poco a Uruguay, menos en el planteo que en la actitud. Empecemos por el principio: Uruguay salió a cuidarse, con el 4-4-2 más nítido que haya jugado en el campeonato. Suspendido Suárez, puso cuatro volantes más especializados en la recuperación que en el ataque y adelantó a Cavani. A Tabárez no se le ocurrió probar con otro delantero y prefirió la alternativa más conservadora. Pero Holanda tampoco mandó a la caballería ligera al ataque. En lugar de De Jong intentó con el muy opaco de Zeeuw y dejó otra vez a Van der Vaart en el banco. Con Sneijder en un día irregular, el debutante Cáceres marcando muy bien a Robben (con un poco de ayuda de sus compañeros) y Kuyt y Van Persie perdidos entre los defensores, no parecía fácil que los holandeses pudieran adelantarse en el marcador. Uruguay atacaba poco pero en bloque y emparejaba la pelea en el medio campo.

Pero cuando Van Bronckhorst embocó ese zapatazo a los 17 minutos, apareció lo mejor de los uruguayos. No la garra ni la voluntad para salir a empatar de cualquier manera, sino la mente fría, la preocupación por jugar con mucho criterio la pelota y un ligero adelantamiento en el campo. Los holandeses, en cambio, parecieron creer que ya todo estaba definido y se fueron metiendo atrás, con esos momentos de abulia futbolística que han sido tan característicos en sus selecciones. No atacaban, perdían la pelota en el medio, no salían claros del fondo y la presión uruguaya —metódica, ordenada e inteligente— le permitió dominar el partido y empatarlo con un tiro de lejos en el que se combinaron la destreza de Forlán, la perfidia de la Jabulani y la falta de reacción del arquero.
En el segundo tiempo entró Van der Vaart por de Zeeuw, pero Holanda no mejoró en los primeros minutos. No le salían las cosas y a los uruguayos se los veía muy confiados y jugaban mejor. Pero eso duró unos veinte minutos. Allí, cuando nada lo hacía prever, Holanda tuvo un rapto de fútbol: empezó a tocar en el medio, los delanteros se asociaron y su juego tuvo una repentina profundidad. Antes del afortunado gol de Sjneider, ya se había perdido un gol Robben y los holandeses le estaban encontrando la vuelta al partido. Tres minutos después del dos a uno, Robben definía con un cabezazo.
El partido estaba liquidado para todo el mundo, salvo para los jugadores uruguayos, que ya sin Forlan en la cancha y como los holandeses no terminaban de golearlos y se dedicaban, en cambio, a felicitarse entre ellos y a perderse goles (con Brasil les pasó lo mismo), se fueron acercando al arco rival. En el descuento Maxi Pereira (el menos pensado, el mismo que tiró un penal a las nubes contra Ghana) puso el 2-3. Y luego vinieron esos dos minutos en los que Uruguay tiró centros, Holanda la sacó de cualquier manera y todos nos convencimos de que estábamos en la antesala de otro milagro. No ocurrió, pero la corajeada fue suficiente como para alimentar el mito y que en las calles de Montevideo se celebre seguramente la ajustada derrota.



La actuación uruguaya en este torneo ha sido memorable. Fueron un equipo sólido, confiado y valiente, que aun con bajas en la alineación y en circunstancias desfavorables supo mantener el orden, luchar con armas limpias y no deponer nunca su legítima ambición. Es cierto que Uruguay escatimó delanteros, pero también es cierto que siempre jugó a ganar y que todos los que estuvieron en la cancha (de hecho, todo el plantel menos los arqueros suplentes) mostraron un aplomo que no es común en el fútbol. Hoy entendí o creí entender qué cosa era esa famosa garra uruguaya: la convicción de que lo que corresponde en los momentos difíciles es mantener la frente alta, no apurarse ni dormirse, pensar que en un partido de fútbol juegan once contra once y olvidarse del marco y de la presión. Es una actitud temperamental que no le he visto muy seguido a equipos argentinos ni brasileños, habitualmente proclives a la impaciencia, y que en los mismos uruguayos me acostumbré a ver transformada en golpes y quejas, en inútil prepotencia.

Uruguay pudo caer con Ghana o recibir cinco goles esta noche, pero también haber llegado a la final y nadie puede decir que habría sido injusto. Este mundial está resultando distinto a los anteriores: aun cuando no jugaron brillantemente en cada partido, los equipos que llegaron a esta instancia recuperaron cierta alegría y cierto placer, como si aun en el medio de esta locura, los jugadores supieran de qué se trata el juego. Esa sensación, sin embargo, es más bien secreta. Porque la máscara más visible de lo que ocurre es la de la tragedia y el llanto de los eliminados, exagerada en muchos casos por técnicos y periodistas que no han comprendido lo más elemental del fútbol: que se gana y se pierde.

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