viernes, 19 de septiembre de 2008

Bolívar-The Strongest o el sustento del sentido primigenio del juego

Mario Murillo de ante mano abre la aproximación al importante clásico paceño que se jugará el domingo entre (valga la redundancia) el The Strongest y el Bolívar. Murillo organiza un texto en el que busca argumentos para rastrear esa necesidad del otro en toda pugna futbolística y en todos los espacios de la existencia. Además que aporta insumos vitales para generar debate sobre los distintos resquebrajamientos que sufre el fútbol contemporáneo. Leánlo...
Claude Levi-Strauss, sugerente antropólogo del siglo pasado, planteaba que la identidad se construía eminentemente en base a la oposición. Esta reflexión teoríca no puede encontrar un ejemplo más puntual que el fútbol. Un equipo, un grupo de jugadores, una hinchada sólo tienen posibilidad de realidad a través de la existencia del otro, del rival, del contendiente. El fundamento mismo del juego significa la pugna entre dos rivales distintos que encuentran su realización venciendo al otro.

Tal vez el espacio donde esta construcción de la identidad en base a la oposición se encuentra de manera más patente es en los clásicos. Martinez de León en un hermoso libro sobre el superclásico explica cómo River Plate se construyó en base a Boca (o viceversa), como la existencia de uno está signada directamente por el otro. Rafael Bielsa (hermano del maestro Marcelo Bielsa) le dedica el libro que escribió sobre Newells (club del que es hincha acérrimo) a Fontanarrosa, hincha del rival eterno: Rosario Central. Lo mismo sucede en Italia entre el Inter y el Milán, entre el Real Madrid y el Atletico de Madrid...entre el Bolívar y The Strongest en esta ciudad de tierras altas, donde las luces de las casas se incrustan como estrellas en las montañas.

De ahí que los momentos de mayor tensión, pasión y felicidad se concentren en los enfrentamientos entre rivales tradicionales, herederos de un enfrentamiento añejo condensado por las principales pulsiones que nos hacen seguir a un equipo a muerte.

Recuerdo claramente la primera vez que fui a un estadio de fútbol. Habré tenido unos cuatro o cinco años y subí corriendo las gradas de preferencia del mítico estadio Hernando Siles de la mano de mi abuelo. Me sorprendió la inmensidad del estadio, un castillo inabarcable, y las coloridas camisetas de los equipos; “nosotros somos los de celeste” me dijo mi abuelo (aún los tonos resuenan en mi cabeza, tonos que extraño y extrañaré siempre), y todo quedó dicho. Me olvidaba, ese partido le ganamos rotundamente al The Strongest.

Desde ese día, para mí existen pocas cosas tan hermosas como subir corriendo las gradas del estadio para ver jugar al Bolívar. Ahora ¿en qué contexto se inscribe esta pasión? ¿En qué ámbito se mueven estas pulsiones esenciales?

Me parece que en el fútbol contemporáneo, las características más importantes e interesantes de este juego están siendo amenazadas por dos fenómenos: por un lado, la obsesión por la victoria y, por otro lado, la extinción del espíritu amateur.

El primer fenómeno trae consigo un aspecto central que se ha expandido en casi todos los resquicios del fútbol: el miedo a perder. Esto hace que la nueva preocupación, trastocando el sentido primigenio del juego, sea evitar los goles y no hacerlos. Así, deambulamos entre timoratos planteamientos, exiguas presentaciones y ejércitos atrincherados en su defensa. Cada vez existe menos espacio y cada vez existen más estrategias para evitar los caminos al arco pero, más triste y peligroso aún, también para jugar bien.

El segundo aspecto trae consigo la mutación de las motivaciones centrales de la acción futbolística: ya no importa más el orgullo, la patria, la gloria; ahora los motores centrales son el dinero, el prestigio y el poder. Cada vez existen menos jugadores, equipos y dirigentes que combinen ambas búsquedas (recalcando que tanto la gloria como el dinero son importantes). La identificación, el empeño y los principios están signados por la remuneración, la imagen frente a los otros y las instituciones putrefactas. Esto si hablamos puntualmente de los actores del juego. Si hablamos de sus instituciones las cosas son peores aún, piénsese en la mafia que es la FIFA y sus Confederaciones y, por ejemplo, sus aprestos contra la altura.

Debido a las características esbozadas más arriba, los clásicos tienen la posibilidad de revertir de alguna forma estas patologías que el fútbol ha ido desarrollando en las últimas décadas. Al condensarse tanta pasión (y al haber tanto en juego) vuelven de alguna manera las características centrales del fútbol. Esto se observa, principalmente, en la recuperación de las motivaciones centrales del juego. En un enfrentamiento tan importante, de nuevo la gloria y el orgullo son las motivaciones centrales; toda la parafernalia que rodea al juego se vuelve, por un momento, en inocuas construcciones. Aunque el miedo a perder sigue presente en estos encuentros (matizado, sin embargo, por el hecho de que no hay nada más hermoso que ganarle a tu rival de siempre) por noventa minutos especiales el juego retorna a sus sentidos iniciales, hermosos y profundos, y se impulsa por otras ideas, ligadas mucho más a valores como el orgullo, la pertenencia y la emoción antes que al dinero, el poder y el miedo.

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