domingo, 22 de abril de 2007

Abstracto FÚTBOL (I)

El domingo es un día demasiado empinado para la suerte de Sísifo de cada uno de los futboleros. El futbolero, tal cual el mito, carga el peso de la camiseta, en ella inscribe las marcas de: su pasión, su fascinación, su im/paciencia, su fidelidad, su furia, su inocencia, su erudismo, su intolerancia, su autoritarismo, su absolutismo, entre otras marcas que lo distinguen a leguas como futbolero. Y cada domingo desde muy temprano prepara su espalda para afrontar la cuesta, para afrontar las magulladuras del peso de cargar las durezas del fútbol. Ya sea frente a un televisor o frente a una cancha Sísifo se asoma a la cima de la cumbre. En ella libre del peso se entrega a la levedad del juego, y en esta corta instancia o disfruta su llegada con un triunfo o sufre los avatares de la derrota; sin embargo, sea cual fuere el resultado el mito futbolero concluye cuando inevitablemente Sísifo, terminado ya el partido o la gesta, se avienta desde la cima. Todo para recomenzar la faena el próximo domingo o, tal vez, le depare alguna sorpresa en semana.

Hoy domingo, en medio de los preparativos para afrontar la cima, mientras zurcía los huecos negros de mi vieja camiseta, cavilaba en la posibilidad de escribir una modestísima Crónica inexistente de un país hecho pelota, en ese instante, justo en ese, se me incrustó en medio de la mano una digresión paranoica bajo el falso modo de pregunta: ¿Y si el fútbol no fuera más que una mentira contada por los medios? Transpiré tanteando en esa posibilidad. Busqué algún eco que especule con la mentira. Abandoné en el delirio los huecos de la camiseta, cerré cualquier posibilidad de romanticismo cursi en torno al fútbol, cerré también la posibilidad de escribir en un tono legible una nota futbolera. Me lave la cara. Y me senté enfrente de la máquina a dramatizar esta vana intriga. No vi fútbol inglés. Caminé entre textos, palabras, pasadizos, túneles, visité un diccionario para aprobar mis palabras falsas; y dibujé en el chenko más áspero un nudo que retrate mi paranoia. En la angustia hice lo que nunca se debe hacer: leí con profundo escepticismo un cuento del que no me acordaré el título. Un cuento de Borges y de Bioy Casares. Un cuento que al modo de brújula confunde mi deber de Sísifo. Un cuento que habla de un partido de fútbol etéreo, imaginado. Un cuento donde los comentaristas y relatores descienden en un acuerdo perverso: relatar y comentar un partido inexistente. Al día siguiente todos hablan, comentan el partido relatado sobre el vacío de la trama de una mentira futbolera. Con esta referencia cruda, ¿cómo no creer que el fútbol no sea más que una efectiva mentira contada por lo medios y sus distintos operadores? Llevando al extremo esta paranoia: ¿dónde queda la sombra de tanto ídolo, los desbordes chuecos de Garrincha, por ejemplo, el talento melancólico de Corbata, la fuerza huracanada del olvidado Maestro Ugarte, la inteligencia irreverente de Cruyf? ¿Cómo explicar la magia efectiva de la mano de Dios? ¿Cómo pedirle cuentas al gol de rosquito del Diablo Etcheverry al final de la tarde del 25 de julio de 1993 frente a Brasil?

Entregado a mi espanto, desesperado desando una ruta que posibilite una remota y provisoria respuesta a semejante duda. Arriesgado entre sudor opto por una respuesta apresurada: el fútbol exige como condición indispensable una alta dosis de fe poética. Pero, ¿qué se entiende por fe poética? Lejos de entonar el registro de un académico o filósofo neutro del fútbol nuevamente opto por un tono desordenado, desprolijo que asevere y que dude, al mismo tiempo que pregunte y arroje. Por debajo de la idea de fe poética que se ostenta, laten intuiciones de Walter Vargas, de Alejandro Dolina, de Santiago Kovadlof, de Emilio Pacheco, con todos ellos la fe poética se concentra en sentir un genuino miedo cuando el monstruo acecha detrás de la puerta en alguna película de terror. Con este noble ejemplo de barro trato de subrayar mi ingenuidad de “crítico miope”, ahora vuelvo al fútbol. La fe poética futbolera concibe que eso que está sucediendo en el campo de juego es trascendente. En otras palabras, que el placer del fútbol reside en una creencia de principio. La fe poética futbolera no se piensa ni con los inasibles instrumentos de la “razón”, ni con los saberes de los pies, es una evidencia que se juega, se piensa y se siente con las tripas y en perpetuo movimiento. Desde este ámbito de la fe poética: el futbolero asigna, atribuye una palabra a la gesta que se consuma en los enredos de la cancha. Como una manera de acreditar su fe. El fútbol por tanto es también un hecho de palabra. El fútbol es un territorio donde se vierte la palabra. En este hacer: el fútbol se transforma en un extraño relato que bordea los vericuetos inasibles, laberínticos y contradictorios sobre las fugas en las que emprende viaje la existencia rumbo hacia los huecos que configuran la vasta nada. El fútbol deja sus gestos primitivos, para transformarse en un constructor de complejos horizontes. Por eso los futboleros cada domingo fieles a nuestra fe poética cargamos con el mito de Sísifo, encaramos dispuestos la empinada cuesta, ya en la cima sabremos que tenemos que aventarnos hacia la hazaña de habitar con la palabra, con los gestos, con el cuerpo ese inmenso agujero negro que configura el fútbol. Tal vez, en este vertiginoso ámbito reencontremos, recuperemos y reinventemos los fragmentos de algunos nudos que contienen el secreto parcial que convoca el juego de la pelotita. Pero la pregunta vuelve como un Gigante Hincha y carcome mis débiles certezas: ¿Y si el fútbol no fuera más que una mentira contada por los medios?

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